miércoles, 18 de septiembre de 2013

Playa, gaviotas y un cigarro



Descripción

 Un sinfín de gaviotas revoloteaban en el aire, como asustadas, moviendo sus enclenques alas cubiertas de vistosas plumas de ébano. Confúndanse en la espesa niebla color panza de burro, y escuchaba su aleteo débil: zus, zus y nuevamente su perturbable aleteo, atiborraba la percepción de esa imagen inmóvil y augusta a lo lejos.

Sus orillas húmedas y espumosas remembraban a los años seniles de mi infancia. Pintadas de un marrón opaco casi canela, en la que inmóvil soberana surgían de sus entrañas perlinas miles de errantes pájaros que serpenteaban en el aire.

En el horizonte de matiz azul metálico, sentía a la densa niebla gris, ensimismarse en las crestas de las olas de burbujitas efervescentes. Y me traían ese olor a sales y tierra mojada, a pescados y a pequeñitos moluscos malolientes.

El sonido perpetuo de las olas ronroneaba en mis oídos y rompía el mutismo de la soledad que aquel ser adoraba. A los lejos observaba la reventazón que salpicaba su llamarada de pequeñas gotitas espumosas sobre los rostros cansados y quijotescos de los pescadores del muelle.

Su silueta voluminosa e imperturbable, como un inmóvil tótem, reposaba silente en las húmedas arenas. Observaba el orto gris azulado con una intención sibilina, a la vez, entrecruzaba sus brazos encima de sus rodillas, mientras se desgataba efímeramente el cigarrillo de clavo que sujetaban sus gruesos y temblorosos dedos.

Traía puesto un suéter de lana color caqui ceñido a su figura rechoncha sus ojos alicaídos por los lapsos inclementes del tiempo parecían extraerle algo al bello lienzo que se proyectaba a través de sus anteojos bifocales.

Sus labios belfos, inmóviles. Sus mejillas y orejitas como signos de interrogación parecían ruborizarse por una hemorragia de nostalgias e ilusiones. Su cuello con los surcos de las venas en su garganta se pegaba a su torso casi sin dejar espacio entre sus hombros y su cabeza su nariz ancha y rojiza cabellos cenizos y sombríos. Sonrisa a media asta. Mirada bucanera indagándole al oráculo onírico de sus sienes.


Su cigarro de clavo cae lentamente en la arena húmeda color canela .Apagase ya su pequeño candil humeante. Y él, aquel ser de solemne efigie se levanta junto a la mancha amorfa de gaviotas que atraviesan la espesa niebla matutina.

viernes, 23 de agosto de 2013

Aquel libro


Relato




Un día, hace más de diez años, Cecilia, mi madre, me regalo un libro. Me dijo que se lo había obsequiado la señora donde ella trabajaba lo contemple de una manera extraña, sin prestarle importancia. Estaba viejo y algo terroso. Tenía una portada de color naranja y sus hojas estaban ligeramente amarillas. Al reverso tenía la imagen de un señor fumando un cigarrillo. Trate de buscar entre sus hojas algún dibujo que llamara mi atención, y después de deshojarlo, descubrí que estaba colmado de pequeñas letras que apenas podía observar lo seguí mirando, y cuando me di cuenta, que no podía jugar con él, lo guarde en el cajón de mi mesa de noche y lo deje dormir la larga siesta de los olvidados. Tenía apenas seis años.

Años más tarde, en el verano de 1999, por aquellas casualidades de la vida- que tal vez sean artimañas del destino-, encontré en el cajoncito de la mesa de noche, ya carcomida por las polillas y desterrada al perpetuo rincón del olvido, amontonado junto a otras cosas ya inservibles, el libro que me había regalado mi madre.

Estaba más viejo y terroso que antes apolillado y ambarino. Entristecido por el paso del tiempo, callado y ciego. Lo tome entre mis manos, lo desempolvé y leí por primera vez las letras negras de la portada


La Palabra del Mudo
Julio Ramón Ribeyro

Le pregunte a mi mamá si los mudos podían hablar. “Como van a hablar, Héctor, no me hagas reír”. Le enseñe lo que decía el libro, y ella me dijo que lo leyera, que tal vez así podría entender lo que significaba. Esa curiosidad, propia de los últimos años de la niñez, me empujó a leer el libro. Deje el trompo y las bolinchas de lado por un momento, y me enfrasque en una lucha sin tregua, ante aquel objeto, que me escondía, sin siquiera imaginarlo, un mundo lleno de fantasías, de ilusiones, de demencias, de ficciones, de soledades, de gallinazos sin plumas, de Silvios, de botellas de chicha. Un mundo de Quecas y de alienaciones.

Aquel libro fue el comienzo de un amor insaciable, de quimeras eternas, de orgasmos incomprendidos, de noche de desvelo, de ocasos embusteros, de mentiras por doquier, de vidas inventadas, de pasiones incitadas por un no sé qué.

Ahora que lo tengo entre mis manos nuevamente, y que lo miro con una nostalgia única, le agradezco, y sé que él simula escucharme. Ya no está solo, ya no está olvidado porque desde aquel día, hace ya más de diez años, se unió conmigo, con mis recuerdos, con mis palabras. Le agradezco porque me permitió soñar, destruir la carcoma del tiempo, llegar a lugares que nunca he visitado e imaginar cientos de rostros que jamás he conocido. Le agradezco porque sin él no hubiese conocido la literatura, y ella, celosa e incomprendida, como siempre, no me hubiese permitido conocer a Ulises y a su increíble ingenio, al demente e idealista don Quijote, ni siquiera a la bella y lujuriosa Madamme Bovary.

Porque gracias a ella, pude conocer a la inocente Nela, ciega y fea, al obstinado y orgulloso Aureliano Buendía, a la pragmática y frívola niña mala, y al obsesivo y celoso Juan Pablo Castel.

Porque aquella es la literatura, un constante mentir, una suplantación de la realidad, un golpe que derriba las fronteras de la ignorancia, que tumba dictaduras, que colonializa ideologías, a la que no le importan las clases sociales, porque en ella el pobre es el rico y el rico es el pobre, a la que no le importa si el lector cree en Cristo, Buda o Alá; si viste corbata, andrajos o kimono.

Aún recuerdo ese verano, en el que Enrique y Efraín, sucios y descalzos, caminando con sus cubos repletos de desperdicios, me invitaron a conocer un mundo fascinante.



miércoles, 24 de julio de 2013

Clavas en el aire





Reportaje

El semáforo en rojo parece caramelo de fresa. Tres personajes extraños corren hacía el crucero peatonal. Treinta segundos, al parecer efímeros, lo son todo. Las clavas en el aire parecen girar como hélices, mientras tres pelotitas rojas se suceden una tras otra en un rítmico vaivén. Dos machetes cortan el aire y vuelven a caer en las manos de su dueño. El semáforo expira sus últimos segundos. Uno de ellos, recorre la ventanilla de los autos, un sombrero viejo sirve de depósito para la propina de los conductores, y un gracias se conjuga con una sonrisa de satisfacción. El semáforo inclemente cambia su color: caramelo de manzana.

El sol calienta sus cabellos alborotados, la plazuela es el refugio perfecto, y el lugar idóneo para esperar el cambio de luz en el semáforo. La primera faena no ha sido tan buena, pero aún esperan muchas, pues el día recién se levanta.


Uno de esos tres personajes es Joel, un joven de veinte años de edad, que por motivos económicos dejó la universidad y se dedicó exclusivamente a llevar esta vida errante difundiendo el arte urbano en cada parque y semáforo en donde haya un espacio, y algunos segundos, para expresarlo.

“Quiero mostrarle mi arte a la gente, y enseñarle que esto vale más que mil palabras, quiero que ellos sientan en el silencio de nosotros, lo mismo que sentimos cuando vemos una clava en el aire”, nos dice “El rasta” como le dicen sus amigos de oficio. Él nos cuenta que aprender el oficio no fue fácil, le llevó y le lleva muchas horas de práctica, pues al anochecer, cuando la faena está acabando y el tráfico es cada vez menos, Joel, regresa a la plazuelita del pintor y junto con sus compañeros de trabajo se adueñan del lugar para tratar de componer una nueva sinfonía en los aires.

“A veces la chamba es buena, puedo llegar a sacar hasta cincuenta soles diarios. Pero cuando los días son malos, apenas uno saca para el almuerzo”. Joel sabe que no todos los días son iguales, además el no es el único malabarista del semáforo, dos “mochileros” colombianos y una muchachita argentina, comparten el arte y las propinas. Pero el no solo es malabarista, también es un “artesano del asfalto” como prefieren que le digan, pues vende su bisutería y expresa su pensar a través del Hip-Hop que tanto le gusta.

Un simple cálculo matemático nos podría brindar un aproximado de lo que puede ganar Joel, y no solo él, sino cualquier malabarista que se pare en un semáforo. Parándose veinticinco veces diarias en un semáforo, y recaudando dos soles por espectáculo, Joel tendría ya cincuenta soles diarios. A la semana, descansando los domingos, obtendría ya trescientos soles, y al mes tendría ya ganados un aproximado de mil doscientos soles, mucho más que un sueldo mínimo. Vaya que rentable.       

Un obstáculo que su estilo de vida y su forma de trabajo debe sortear cada día, aparte de la indiferencia de algunas personas que los ven como locos, es la intolerancia de la policía que los obliga muchas veces a abandonar la zona, y los acusa de ladrones y drogadictos. “Nosotros no le robamos a nadie, le ofrecemos al conductor un momento de relajo mientras la luz del semáforo cambia, ellos son libres de ofrecernos una propina, si no quieren igual le agradecemos”.


La noche piurana nos extiende sus brazos. El cielo obnubilado acoge a los hijos de la calle. Joel, guarda sus clavas y pelotitas en el morral. Los colombianos suben a sus monociclos buscando realizar una nueva pirueta. La damita argentina bebe de su mate. “El rasta” nos mira y sonríe, la mochila pesa, la calle ya no suena, el asfalto se entumece por el frío. Dos locos llevan su bohemia a cuestas. Joel dobla la esquina y nos levanta la mano en señal de adiós. El semáforo parpadea: amarillo, como una luciérnaga.  

jueves, 27 de junio de 2013

El día que asesinaron a Pierina
Crónica



El resquicio de la puerta dejaba entrar los primeros rayos del alba.

El eterno cielo color ceniza, taciturno y monótono. El barrendero a punto de terminar su faena. La espesa niebla limeña que impide ver los objetos. La ciudad, aún sonámbula, se levanta en puntillas. Las personas como fantasmas. El caminar lerdo de los noctámbulos cargando su tristeza. El canillita de la esquina tiritándose de frío. Así se dibujaba la hora azul el día de aquel asesinato.

El silencio perturbado. Gritos. El sonido sordo de la puerta al cerrarse. Pasos. El ruido de los tacones marcando cada segundo. El sueño que se interrumpe tras el umbral de la calma. Sus ojos. Sus manos, sus largas, larguísimas uñas de arpía. Nuevamente esos ojos. Esos malditos ojos que auguran la muerte.

Lunes. Noviembre catorce. Su inocente cuerpo desnudo. Los golpes que amoratan su piel canela. Su mirada perdida, resignada. Lágrimas que recorren sus mejillas rojizas, heridas por esas manos que jamás la acariciaron. Sus gemidos, palabras vanas buscando algún motivo. Los escasos recuerdos sucediéndose uno a uno. El agua que golpea las baldosas y penetra por su cuerpo, enclenque y huesudo. Fría. Friísima. Sus manos heridas tocando sus ridículos cabellos que se erigen como púas robándole su femineidad. La atmósfera que fluye por el tragaluz. El castañeo de sus dientes, interminable. Los gritos, nuevamente esos gritos. Sus ojos, iracundos y abominables, los mismos que presenciaron su primer llanto.
Si madre se acercó a ella, despiadada, como posesa por un demonio. Ella, seguía desnuda, acurrucada en el rincón del baño, temblando de frío. Traía consigo un palo de madera. Su cuerpo indefenso impidió que se moviera. Su llanto interminable. La sangre corre por su cándido sexo. La inocencia que perece, falsaria. Un finísimo hilo de sangre recorre la habitación. El reloj que marca las siete de la mañana. La agonía de la muerte que se niega acabar.
 
A pesar de todo le decía mamá. Le pedía perdón, perdón por haberse portado mal. Ajenos al calvario de la muerte, dormían sus otros dos hijos. Isabel entró al cuarto, y entre los cajones de la mesa de noche halló una aguja y un ovillo de hilo negro. Regresó al baño, donde aún se escuchaban los lamentos. Varias voces retumbaron en su mente, cegándola e incitándola.

Pierina tenía los labios azules, ensangrentados. La punta de la aguja en cada hincar desgarraba si boca, acabando con sus gritos, llevándose consigo su incontenible sonrisa. La puntada que atraviesa su corazón. Nuevamente los recuerdos, aquellos gratos recuerdos de la infancia, aquel corto tiempo de sonrisas, de abrazos ajenos a los de su madre. La muerte, piadosa, le regala los últimos recuerdos, efímeros. El hilo negro que atrapa su sonrisa. La mañana transcurre con su gris perpetuo. El reloj que no detiene su paso. La muerte que no llega y alarga la agonía.

Los golpes cesan. Pierina reposa su cuerpo desnudo, húmedo, frío, ensangrentado. Una pequeña colchoneta parece ser su cama, su tumba, su descanso. El sonido de la puerta al cerrarse. El silencio como una espiral recorre la habitación. Una última lágrima surca su mejilla. La vida que suplica morir, la muerte que al fin se apiada.

La misma tarde del asesinato, Isabel saco el cuerpo envuelto en una sábana. Una supuesta cómplice la acompañó, y juntas detuvieron un auto Station Vagon a las afueras del departamento. Minutos después, regresó con el cuerpo. La tarde, el cielo siempre gris, esta vez más oscuro. La avenida universitaria con su peculiar bullicio vespertino.

Ya en la noche, peritos de criminalística acuden al lugar del filicidio. Observan el cadáver, rígido y cárdeno. Lo miran con ojos de asombro, de terror. Miran sus labios cosidos, su sexo desgarrado, su cabeza rapada. Recogen un palo de escoba en la escena del crimen u lo introducen en una bolsa. Hacen lo mismo con el cuerpo. Isabel parece llorar, parece mentir, parece haber recobrado la cordura. Una bolsa negra es llevada por los efectivos de la policía, bajan las escaleras lentamente. Salen a la calle, los vecinos se amontonan, encienden sus ojos curiosos. El cuerpo es dejado en la olla de la camioneta. Luces verdes y rojas giran como hélices y golpean la avenida.


El obnubilado cielo sanmiguelino va despidiendo el día. Las meretrices se adueñan de la noche. El semáforo de la esquina viboreando: rojo. Un borracho recorre la calle. La ciudad parece dormir. La hora siniestra comienza a dar sus primeros pasos.     

viernes, 22 de marzo de 2013


Esa palabra bendita llamada gol



El fútbol es el amor más largo y descabellado de nuestra vida. Es la pasión desesperada por los opuestos: pertenencia y privación, multitud y soledad, devoción y rencor, tristeza y alegría. Alejarse del fútbol es mutilar parte de nuestro corazón. Es el final de la infancia y el comienzo del hinchaje perpetuo. Es levantarse en la mañana y pensar en el partido de la noche. Es olvidar a los amigos, porque en el asfalto, o en el verde, parece disiparse la amistad. Es el amor que te hace querer tanto a alguien, o la cólera que te hace odiar sin estribos.

El fútbol es la discusión imperecedera con la gente. Es sentir ese no se que por alguna camiseta, por la celeste, por la azul o por la crema. “Porque en la vida un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de futbol”. Es el juego de la pista, del patio del colegio, de la pared de tu casa o el garaje del vecino. Es el juego del balón, de la pelota de trapo, de la chapita o de la bola de papel porque todo vale a la hora de gritar un gol.

El futbol es la pasión que provoca lo indeseable o conquista lo imposible. El fútbol puede ser la rivalidad eterna, llamada clásico. El fútbol es Maradona y Pelé. Para mí es Zidane, para alguien tal vez Messi. El futbol es la jerga, la lisura, el cántico desaforado, el grito que lo engloba todo, porque no existe cosa más hermosa y sencilla que poder gritar- según reza una tautología en nuestro fútbol- esa palabra bendita llamada gol.     

miércoles, 16 de enero de 2013


Si inventáramos el amor...



Si inventáramos el amor nos tocaría a cada uno un trozo equitativo.

Si yo inventara el amor, le quitaría un poco de ilusión y le colocaría un pedazo de soledad. No le regalaría sueños noctámbulos, ni deseos famélicos, preferiría los amaneceres grisáceos y los ocasos naranjas.

Si tú inventaras el amor, en cambio, lo colmarías de magia y sonrisas amplias. Le agregarías desvelos eternos y un poco de música romántica.

Si yo inventara el amor, te hablaría de los versos de Neruda y de los sueños de Eguren. Y tú, tal vez, derrames una lágrima frente al muñeco de trapo y celuloide que atrapa tus sueños. Y quedes dormida como siempre, y yo, busque en Bécquer más poemas que te sonrojen.

Si yo inventara el amor, tú tendrías el cabello azul, la mirada ingenua, los ojos áureos, el rostro de muñeca, con las mejillas de colores y los labios granas, y la sonrisa, como una almita pura y juguetona.

Si yo inventara el amor, buscaría la noche, te hallaría en un lupanar con tu olor de hembra desesperante, tus senos nacarinos y tu sexo abominable. Pero si tú inventaras el amor, no me dejarías mirarte, y tu rostro estallaría como una diástole huyendo en la noche como una beata impía.

Si inventáramos el amor, nos levaríamos todo el tiempo del mundo, y nos faltaría tiempo para ponernos de acuerdo.