Clavas en el aire
Reportaje
El semáforo en rojo parece caramelo de fresa. Tres personajes extraños
corren hacía el crucero peatonal. Treinta segundos, al parecer efímeros, lo son
todo. Las clavas en el aire parecen girar como hélices, mientras tres pelotitas
rojas se suceden una tras otra en un rítmico vaivén. Dos machetes cortan el
aire y vuelven a caer en las manos de su dueño. El semáforo expira sus últimos
segundos. Uno de ellos, recorre la ventanilla de los autos, un sombrero viejo
sirve de depósito para la propina de los conductores, y un gracias se conjuga
con una sonrisa de satisfacción. El semáforo inclemente cambia su color:
caramelo de manzana.
El sol calienta sus cabellos alborotados, la plazuela es el refugio
perfecto, y el lugar idóneo para esperar el cambio de luz en el semáforo. La
primera faena no ha sido tan buena, pero aún esperan muchas, pues el día recién
se levanta.
Uno de esos tres personajes es Joel, un joven de veinte años de edad,
que por motivos económicos dejó la universidad y se dedicó exclusivamente a
llevar esta vida errante difundiendo el arte urbano en cada parque y semáforo en
donde haya un espacio, y algunos segundos, para expresarlo.
“Quiero mostrarle mi arte a la gente, y enseñarle que esto vale más que
mil palabras, quiero que ellos sientan en el silencio de nosotros, lo mismo que
sentimos cuando vemos una clava en el aire”, nos dice “El rasta” como le dicen
sus amigos de oficio. Él nos cuenta que aprender el oficio no fue fácil, le
llevó y le lleva muchas horas de práctica, pues al anochecer, cuando la faena
está acabando y el tráfico es cada vez menos, Joel, regresa a la plazuelita del
pintor y junto con sus compañeros de trabajo se adueñan del lugar para tratar
de componer una nueva sinfonía en los aires.
“A veces la chamba es buena, puedo llegar a sacar hasta cincuenta soles
diarios. Pero cuando los días son malos, apenas uno saca para el almuerzo”.
Joel sabe que no todos los días son iguales, además el no es el único
malabarista del semáforo, dos “mochileros” colombianos y una muchachita
argentina, comparten el arte y las propinas. Pero el no solo es malabarista,
también es un “artesano del asfalto” como prefieren que le digan, pues vende su
bisutería y expresa su pensar a través del Hip-Hop que tanto le gusta.
Un simple cálculo matemático nos podría brindar un aproximado de lo que
puede ganar Joel, y no solo él, sino cualquier malabarista que se pare en un
semáforo. Parándose veinticinco veces diarias en un semáforo, y recaudando dos
soles por espectáculo, Joel tendría ya cincuenta soles diarios. A la semana,
descansando los domingos, obtendría ya trescientos soles, y al mes tendría ya
ganados un aproximado de mil doscientos soles, mucho más que un sueldo mínimo.
Vaya que rentable.
Un obstáculo que su estilo de vida y su forma de trabajo debe sortear
cada día, aparte de la indiferencia de algunas personas que los ven como locos,
es la intolerancia de la policía que los obliga muchas veces a abandonar la
zona, y los acusa de ladrones y drogadictos. “Nosotros no le robamos a nadie,
le ofrecemos al conductor un momento de relajo mientras la luz del semáforo
cambia, ellos son libres de ofrecernos una propina, si no quieren igual le
agradecemos”.
La noche piurana nos extiende sus brazos. El cielo obnubilado acoge a
los hijos de la calle. Joel, guarda sus clavas y pelotitas en el morral. Los
colombianos suben a sus monociclos buscando realizar una nueva pirueta. La
damita argentina bebe de su mate. “El rasta” nos mira y sonríe, la mochila
pesa, la calle ya no suena, el asfalto se entumece por el frío. Dos locos
llevan su bohemia a cuestas. Joel dobla la esquina y nos levanta la mano en
señal de adiós. El semáforo parpadea: amarillo, como una luciérnaga.
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