miércoles, 24 de julio de 2013

Clavas en el aire





Reportaje

El semáforo en rojo parece caramelo de fresa. Tres personajes extraños corren hacía el crucero peatonal. Treinta segundos, al parecer efímeros, lo son todo. Las clavas en el aire parecen girar como hélices, mientras tres pelotitas rojas se suceden una tras otra en un rítmico vaivén. Dos machetes cortan el aire y vuelven a caer en las manos de su dueño. El semáforo expira sus últimos segundos. Uno de ellos, recorre la ventanilla de los autos, un sombrero viejo sirve de depósito para la propina de los conductores, y un gracias se conjuga con una sonrisa de satisfacción. El semáforo inclemente cambia su color: caramelo de manzana.

El sol calienta sus cabellos alborotados, la plazuela es el refugio perfecto, y el lugar idóneo para esperar el cambio de luz en el semáforo. La primera faena no ha sido tan buena, pero aún esperan muchas, pues el día recién se levanta.


Uno de esos tres personajes es Joel, un joven de veinte años de edad, que por motivos económicos dejó la universidad y se dedicó exclusivamente a llevar esta vida errante difundiendo el arte urbano en cada parque y semáforo en donde haya un espacio, y algunos segundos, para expresarlo.

“Quiero mostrarle mi arte a la gente, y enseñarle que esto vale más que mil palabras, quiero que ellos sientan en el silencio de nosotros, lo mismo que sentimos cuando vemos una clava en el aire”, nos dice “El rasta” como le dicen sus amigos de oficio. Él nos cuenta que aprender el oficio no fue fácil, le llevó y le lleva muchas horas de práctica, pues al anochecer, cuando la faena está acabando y el tráfico es cada vez menos, Joel, regresa a la plazuelita del pintor y junto con sus compañeros de trabajo se adueñan del lugar para tratar de componer una nueva sinfonía en los aires.

“A veces la chamba es buena, puedo llegar a sacar hasta cincuenta soles diarios. Pero cuando los días son malos, apenas uno saca para el almuerzo”. Joel sabe que no todos los días son iguales, además el no es el único malabarista del semáforo, dos “mochileros” colombianos y una muchachita argentina, comparten el arte y las propinas. Pero el no solo es malabarista, también es un “artesano del asfalto” como prefieren que le digan, pues vende su bisutería y expresa su pensar a través del Hip-Hop que tanto le gusta.

Un simple cálculo matemático nos podría brindar un aproximado de lo que puede ganar Joel, y no solo él, sino cualquier malabarista que se pare en un semáforo. Parándose veinticinco veces diarias en un semáforo, y recaudando dos soles por espectáculo, Joel tendría ya cincuenta soles diarios. A la semana, descansando los domingos, obtendría ya trescientos soles, y al mes tendría ya ganados un aproximado de mil doscientos soles, mucho más que un sueldo mínimo. Vaya que rentable.       

Un obstáculo que su estilo de vida y su forma de trabajo debe sortear cada día, aparte de la indiferencia de algunas personas que los ven como locos, es la intolerancia de la policía que los obliga muchas veces a abandonar la zona, y los acusa de ladrones y drogadictos. “Nosotros no le robamos a nadie, le ofrecemos al conductor un momento de relajo mientras la luz del semáforo cambia, ellos son libres de ofrecernos una propina, si no quieren igual le agradecemos”.


La noche piurana nos extiende sus brazos. El cielo obnubilado acoge a los hijos de la calle. Joel, guarda sus clavas y pelotitas en el morral. Los colombianos suben a sus monociclos buscando realizar una nueva pirueta. La damita argentina bebe de su mate. “El rasta” nos mira y sonríe, la mochila pesa, la calle ya no suena, el asfalto se entumece por el frío. Dos locos llevan su bohemia a cuestas. Joel dobla la esquina y nos levanta la mano en señal de adiós. El semáforo parpadea: amarillo, como una luciérnaga.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario