Relato
Un día, hace más de diez años, Cecilia, mi madre, me
regalo un libro. Me dijo que se lo había obsequiado la señora donde ella
trabajaba lo contemple de una manera extraña, sin prestarle importancia. Estaba
viejo y algo terroso. Tenía una portada de color naranja y sus hojas estaban
ligeramente amarillas. Al reverso tenía la imagen de un señor fumando un
cigarrillo. Trate de buscar entre sus hojas algún dibujo que llamara mi
atención, y después de deshojarlo, descubrí que estaba colmado de pequeñas
letras que apenas podía observar lo seguí mirando, y cuando me di cuenta, que
no podía jugar con él, lo guarde en el cajón de mi mesa de noche y lo deje
dormir la larga siesta de los olvidados. Tenía apenas seis años.
Años más tarde, en el verano de 1999, por aquellas
casualidades de la vida- que tal vez sean artimañas del destino-, encontré en
el cajoncito de la mesa de noche, ya carcomida por las polillas y desterrada al
perpetuo rincón del olvido, amontonado junto a otras cosas ya inservibles, el
libro que me había regalado mi madre.
Estaba más viejo y terroso que antes apolillado y
ambarino. Entristecido por el paso del tiempo, callado y ciego. Lo tome entre
mis manos, lo desempolvé y leí por primera vez las letras negras de la portada
La Palabra del
Mudo
Julio Ramón Ribeyro
Le pregunte a mi mamá si los mudos podían hablar.
“Como van a hablar, Héctor, no me hagas reír”. Le enseñe lo que decía el libro,
y ella me dijo que lo leyera, que tal vez así podría entender lo que
significaba. Esa curiosidad, propia de los últimos años de la niñez, me empujó
a leer el libro. Deje el trompo y las bolinchas de lado por un momento, y me
enfrasque en una lucha sin tregua, ante aquel objeto, que me escondía, sin
siquiera imaginarlo, un mundo lleno de fantasías, de ilusiones, de demencias,
de ficciones, de soledades, de gallinazos sin plumas, de Silvios, de botellas
de chicha. Un mundo de Quecas y de alienaciones.
Aquel libro fue el comienzo de un amor insaciable, de
quimeras eternas, de orgasmos incomprendidos, de noche de desvelo, de ocasos
embusteros, de mentiras por doquier, de vidas inventadas, de pasiones incitadas
por un no sé qué.
Ahora que lo tengo entre mis manos nuevamente, y que
lo miro con una nostalgia única, le agradezco, y sé que él simula escucharme.
Ya no está solo, ya no está olvidado porque desde aquel día, hace ya más de
diez años, se unió conmigo, con mis recuerdos, con mis palabras. Le agradezco
porque me permitió soñar, destruir la carcoma del tiempo, llegar a lugares que
nunca he visitado e imaginar cientos de rostros que jamás he conocido. Le
agradezco porque sin él no hubiese conocido la literatura, y ella, celosa e
incomprendida, como siempre, no me hubiese permitido conocer a Ulises y a su
increíble ingenio, al demente e idealista don Quijote, ni siquiera a la bella y
lujuriosa Madamme Bovary.
Porque gracias a ella, pude conocer a la inocente
Nela, ciega y fea, al obstinado y orgulloso Aureliano Buendía, a la pragmática
y frívola niña mala, y al obsesivo y celoso Juan Pablo Castel.
Porque aquella es la literatura, un constante mentir,
una suplantación de la realidad, un golpe que derriba las fronteras de la
ignorancia, que tumba dictaduras, que colonializa ideologías, a la que no le
importan las clases sociales, porque en ella el pobre es el rico y el rico es
el pobre, a la que no le importa si el lector cree en Cristo, Buda o Alá; si
viste corbata, andrajos o kimono.
Aún recuerdo ese verano, en el que Enrique y Efraín,
sucios y descalzos, caminando con sus cubos repletos de desperdicios, me
invitaron a conocer un mundo fascinante.
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