Del
trompo a los dados
De todas la Anitas que conozco,
la mayoría de ellas tienen algo en común: el erotismo.
Volví a
escuchar aquella canción que trajo consigo los recuerdos más celebrados de mi
pubertad. No recuerdo donde pude haberla escuchado nuevamente o fue simplemente
un estribillo que pernoctó en mi memoria durante un sueño. Han pasado ya diez
años, la pubertad se ha extinguido tras la quimera de los sueños rojos y la
fugacidad del tiempo, y la conciencia ingrata fue escondiendo aquel lapso bajo
el manto oscuro del olvido. Durante ese tiempo he conocido más Anitas pero
aquella, aunque platónica e imposible, marco un comienzo en el comienzo de lo
imperecedero.
La
pubertad comenzó a devorar poco a poco a la niñez, obstinada y terca. Aún
jugábamos al trompo y a las bolinchas, a las escondidas y al “San Miguel”. De
pronto, comenzó a sonar horrible la voz en nuestras gargantas, nuestra estatura
comenzó a crecer de manera extraña. Ahora ya no jugábamos a las escondidas,
sino a la botella borracha. Ahora experimentábamos los primeros besos, lúdicos
y bisoños. Ahora ya no nos cubríamos los ojos cuando veíamos cosas malas en la
televisión. Ahora queríamos que llegara la noche y que Edith Piaf vuelva a
endiosar su garganta invitándonos a ver “La presencia de Anita”.
Cosa
extraña sucedía en mi barrio. Los adultos desaparecían de las esquinas, dejaban
la “timba”, encendían los cigarros y corrían presurosos a la casa de don Dago
–que cual cine abría sus puertas de par en par- justo a las nueve de la noche.
Nosotros,
dejábamos la pelota por un momento, corríamos a la casa del “cebón” peleándonos
un lugar en el sillón viejo de resortes salidos que estaba en la sala. El tío
del cebón se iba a su cuarto y usando el pretexto de jugar Nintendo, prendíamos
el televisor, bajamos el volumen y cada uno con la mirada, ansiosa y bucanera,
le permitíamos a Anita robarnos la inocencia de la pubertad, a cambio que ella
nos regale por primera vez las infinitas razones de nuestros desvelos.
Era la
misma rutina de todos los días. Los adultos desaparecían a las nueve, las
esquinas vacías con las barajas rotas, la calle gris y silenciosa, los arcos de
ladrillos incólumes, la pelota quieta
bajo el sillón, la ninfa que nos abre los brazos y nos atrapa en su suelo de
una hora. Durante un mes los adultos no hablaban de otra cosa por las noches,
para nosotros las noches de fulbito se habían convertido en noches con Anita.
Ahora
que ya han pasado diez años recuerdo con nostalgia aquel tiempo, aquel febrero,
y vuelvo a ver a Anita, la responsable que dejáramos el trompo y las bolinchas,
por los dados y las cometas. Porque durante un mes el barrio no fue el mismo,
porque las noches no eran noches sino escuchábamos a Edith Piaf entonando en su
idioma inentendible la canción de “La presencia de Anita”.