miércoles, 12 de diciembre de 2012


LA CIUDAD DE LOS ESPEJOS



Y hubo un pueblo una vez tan hermoso como el propio Edén. Rodeado por una enorme ciénaga, casi impenetrable, habitada por hermosas sirenas de piel rosada y canto lastimero. Donde las casas estaban hechas de paredes de espejo, y las cosas se señalaban con los dedos pues no tenían aún nombre propio. Donde vivía un orate idealista perpetuador de su nombre, hacedor de una estirpe sin gloria, fundador de un mundo condenado a la destrucción y al exterminio de su especie. Ese mundo albergo alguna vez a un harapiento gitano, dueño de mil inventos, conocedor de mil lenguas, autor de unos pergaminos indescifrables que traerían consigo una maldición apocalíptica. Allí vivió también, un obstinado y orgulloso coronel, combatiente de 32 guerras, dueño de mil hembras, con vástagos por doquier, que moriría años más tarde sin alguna explicación llevándose consigo la irremediable soledad de su existencia. Tiempo después, viviría allí, la mujer más hermosa del mundo; de cabellos verdes, de un olor inconfundible y desesperante, azote de los hombres, bañada de inocencia y virtud; que ascendería a los cielos con su magnífica desnudez huyendo de un mundo tan ajeno como ella. En las postrimerías de la existencia de aquel pueblo impensado, nacería el personaje más sabio de la estirpe, encerrado en su propio mundo, privilegiado con el conocimiento del amor, destinado a predecir los pergaminos del harapiento gitano y enamorarse de su tía. Como único testigo del amor, y cumpliéndose el presagio ya sabido desde los inicios, nacería aquel niño con cola de cerdo, y tal y como lo escribió aquel gitano; el niño fue devorado poco a poco por todas las hormigas del mundo; y el pueblo de los espejos fue desaparecido de la faz de la tierra y borrado de la memoria de los hombres, “pues las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.  

jueves, 29 de noviembre de 2012


Del trompo a los dados



De todas la Anitas que conozco,
la mayoría de ellas tienen algo en común: el erotismo.


Volví a escuchar aquella canción que trajo consigo los recuerdos más celebrados de mi pubertad. No recuerdo donde pude haberla escuchado nuevamente o fue simplemente un estribillo que pernoctó en mi memoria durante un sueño. Han pasado ya diez años, la pubertad se ha extinguido tras la quimera de los sueños rojos y la fugacidad del tiempo, y la conciencia ingrata fue escondiendo aquel lapso bajo el manto oscuro del olvido. Durante ese tiempo he conocido más Anitas pero aquella, aunque platónica e imposible, marco un comienzo en el comienzo de lo imperecedero.

La pubertad comenzó a devorar poco a poco a la niñez, obstinada y terca. Aún jugábamos al trompo y a las bolinchas, a las escondidas y al “San Miguel”. De pronto, comenzó a sonar horrible la voz en nuestras gargantas, nuestra estatura comenzó a crecer de manera extraña. Ahora ya no jugábamos a las escondidas, sino a la botella borracha. Ahora experimentábamos los primeros besos, lúdicos y bisoños. Ahora ya no nos cubríamos los ojos cuando veíamos cosas malas en la televisión. Ahora queríamos que llegara la noche y que Edith Piaf vuelva a endiosar su garganta invitándonos a ver “La presencia de Anita”.
Cosa extraña sucedía en mi barrio. Los adultos desaparecían de las esquinas, dejaban la “timba”, encendían los cigarros y corrían presurosos a la casa de don Dago –que cual cine abría sus puertas de par en par- justo a las nueve de la noche.

Nosotros, dejábamos la pelota por un momento, corríamos a la casa del “cebón” peleándonos un lugar en el sillón viejo de resortes salidos que estaba en la sala. El tío del cebón se iba a su cuarto y usando el pretexto de jugar Nintendo, prendíamos el televisor, bajamos el volumen y cada uno con la mirada, ansiosa y bucanera, le permitíamos a Anita robarnos la inocencia de la pubertad, a cambio que ella nos regale por primera vez las infinitas razones de nuestros desvelos.

Era la misma rutina de todos los días. Los adultos desaparecían a las nueve, las esquinas vacías con las barajas rotas, la calle gris y silenciosa, los arcos de ladrillos incólumes, la  pelota quieta bajo el sillón, la ninfa que nos abre los brazos y nos atrapa en su suelo de una hora. Durante un mes los adultos no hablaban de otra cosa por las noches, para nosotros las noches de fulbito se habían convertido en noches con Anita.
Ahora que ya han pasado diez años recuerdo con nostalgia aquel tiempo, aquel febrero, y vuelvo a ver a Anita, la responsable que dejáramos el trompo y las bolinchas, por los dados y las cometas. Porque durante un mes el barrio no fue el mismo, porque las noches no eran noches sino escuchábamos a Edith Piaf entonando en su idioma inentendible la canción de “La presencia de Anita”.  

viernes, 23 de noviembre de 2012


MOVADEF O NEOSENDERISMO


En las últimas semanas, es más en los últimos meses, los medios de comunicación nos han bombardeado con un acrónimo, tal vez, desconocido hasta entonces: Movadef. Fundado en noviembre del 2009, este movimiento fachada de Sendero Luminoso, es liderado literalmente por los abogados del diablo, Alfredo Crespo y Manuel Fajardo, defensores legales de los derechos de Abimael Guzmán. Sorprendentemente este movimiento “patético” ya cuenta con 2 500 miembros activos y 4 bases activas en países como Chile, Argentina, Bolivia y Francia, según una reciente investigación de la Dircote.

Esta reciente investigación “desnuda” las verdaderas intenciones y objetivos del movimiento. La Dircote ha establecido que el Movadef comenzó a gestarse por orden de Abimael Guzmán desde la Base Naval del Callao, por intermedio de sus abogados, y que lo integran en su gran mayoría senderistas que cumplieron condena por terrorismo, o cuyos procesos fueron anulados, y por familiares de subversivos presos, desaparecidos o fallecidos. A estos se suman jóvenes captados en las universidades.

"El Movadef justifica y exalta abiertamente los crímenes de Sendero Luminoso. Eso es apología del terrorismo, un delito sancionado por la ley", indicaron las fuentes.
Otro dato importante en la investigación de la Dircote es el presunto origen del Movadef. Afirman que dicho movimiento surgió en el discurso que improvisó Abimael Guzmán cuando fue presentado en traje a rayas y enjaulado, el 24 de septiembre de 1992.

Otro de los problemas de suma importancia para el estado es la propaganda mediática, “casi invisible”, que el Movadef está infiltrando en las universidades de todo el país. Un informe del programa periodístico Cuarto Poder afirma que el adoctrinamiento en las universidades había comenzado ya desde los primeros días de creación del movimiento. Esta agrupación que defiende el violento y criminal "pensamiento Gonzalo”, de Abimael Guzmán, ha logrado coexistir con otras agrupaciones de izquierda de las "casas de estudio", buscando ganar apoyo al reivindicar derechos estudiantiles y reclamos ante autoridades universitarias.
Según la Asamblea Nacional de Rectores, el Movadef tiene presencia en universidades de cinco regiones del país sin contar Lima, nada menos que en Huancavelica, Áncash, Puno, Cusco y Ayacucho.

Esperamos, que en nuestra universidad, estas huestes ideológicas del terrorismo no lleguen a infiltrarse y disfrazarse bajo los llamados grupos de izquierda, ni mucho menos adoctrinar a alumnos jóvenes que no conocen las maquiavélicas pretensiones de Sendero, ni siquiera el nefasto daño que causaron sus militantes a comienzo de los años ochenta. Es en este ámbito, donde el periodismo debe desempeñar el papel de nexo informativo para la población que ignora ciertos sucesos, para así poder frenar este vil contraataque por parte de las marionetas del camarada Gonzalo.

lunes, 19 de noviembre de 2012


Hablar de Héctor es...




Hablar de Héctor es tratar de subir al limbo del arte, es escuchar el efímero hechizo de su son caribeño, es sujetar un micrófono y cantarle a la melancolía, es pasar del mito a lo real, y tal vez volverse incrédulo, es ir por la calle y ver al pobre loco bailando la “Murga de Panama” y al delincuente idolatrar a un tal “Juanito alimaña”, es viajar a través del tiempo a un lugar inimaginable, es sentir la quimera de multitudes, es adentrarme al bongó de mi pecho, es estremecerse al vibrato de una letra de asfalto, es tanto y mucho, es poco y nada, es simplemente vagar por los recuerdos hedonistas y bohemios, es oír el pregón triste de un ser que reía al borde de la tarima de la fama.

Hablar de Héctor es saborear el vértigo urbano y el arrebato de su lírica, es habitar el microcosmos de lo inentendible, es también escuchar a Colón y su endemoniado trombón, es lamentarse y a la vez ufanarse de su existencia, es navegar al borde de un río de lava, caliente y peligroso como él mismo, es caminar por la cornisa de la seducción y encontrarse con una dama de blanco, misteriosa y prohibida.

Hablar de Héctor es penetrar en sus pasos mórbidos, es asomarse por la ventana del deleite y fabular, simplemente fabular; es imaginarse en la pachanga del sábado, es enamorarse sin conocer a la hembra, es lanzar un requiebro eufónico, es abocetar un lienzo infinito, es hablar de algo que se extingue y llorar, llorar a la estirpe condenada a vivir para siempre.         

viernes, 20 de enero de 2012

Sueño de Grau, caballero y héroe


  
Una mañana de hace poco más de cien años, en un tiempo en el que aún recuerdo con claridad, el almirante Miguel Grau, caballero y héroe, tuvo un sueño.
Soñó que se encontraba caminando por la cubierta de un barco inmenso, con pisos de cedro relucientes, con enormes velas de un lino impecable, con sogas de esparto sujetando sus enormes torres blindadas y de un mástil gigantesco donde soberana en su cima los vientos alisios flameaban una bandera difuminando en el vacio sus dos indelebles matices.
Se dio cuenta entonces que estaba solo, navegando sin rumbo en esa colosal bóveda celeste que él había conocido y amado ya desde sus primeros pasos. Se observó completamente, desde la punta de acero de sus botas nigérrimas hasta los galones de hilos dorados que tenía sobre los hombros. Se tocó el rostro con extrañeza pasando suavemente sus fuertes y reacios dedos sobre la inmensa barba que se cerraba sobre sus labios como si fuese un candado.
Nadie navega estos mares mejor que yo, se dijo Miguel, es hora de empezar la travesía.
Fue en ese momento entonces, cuando viró a estribor, sacó una pequeña brújula de su bolsillo y vio que la aguja imantada apuntaba hacia el norte. El majestuoso barco de blindajes de acero comenzó a dejar estelas infinitas a su paso. Decenas de pequeñas islas reverenciaban su camino marcial. Miles de especies marinas lo veneraban. Un harem de delfines exaltaba su vista danzando como odaliscas y brincando como saltimbanquis. Un sinfín de tentáculos limpiaban el reluciente casco broncíneo de su monitor sacando los abrojos y las rémoras.
De pronto, las espesas aguas del litoral comenzaron a embravecerse generando mareas incontenibles e indómitas que mecían de un lado a otro el alcázar en donde como un tótem omnipotente la figura del almirante Grau observaba aquel espectáculo, indiferente e incólume.
En aquel momento elevose de las profundidades del océano un enorme carruaje dorado tirado por un bellísimo hipocampo de crines de plata y una larguísima cola de sirena que serpenteaba en las aguas como un látigo. Su vistosa silla que llevaba sobre el pecho estaba sujeta de fortísimas sogas de esparto y cubierta de verdosas algas que desprendían un olor a madreselvas. Augusto y divino, con un enorme tridente de un plateado destellante sobre sus manos de gigante, se erigía en el centro del carruaje con su torso desnudo y su exótica barba, el mismísimo Poseidón.
El almirante Grau lo miró anonadado, con una cierta admiración que se le notaba en los ojos. Al ver que aquel carruaje dorado le impedía el paso a su monitor, el almirante salió de su portentoso alcázar, camino hacia la popa y mirando al ser divino con cierto aire de insolencia, le dijo:
-  Quién eres tú para atreverte a impedir mi paso.- pregunto el almirante.
-  Oh simple mortal, os pido por favor, reverenciar su presencia ante mi.- respondió el divino Poseidón dirigiéndole su aterradora mirada.
El almirante, desconocedor de la personalidad y el poder de aquel ser de extensas grebas blanquecinas, le exhorto a que se presentara. 
-  Ya que no me dejas continuar mi viaje, dime ¿cómo has de llamarte?- le dijo.
-  Acaso no me conocéis simple mortal.- asintió a decirle el cronida.- Soy el divino Poseidón, hijo del gran Cronos, y dios de todos los océanos.
Fue entonces cuando Grau se dio cuenta del poder divino que se personificaba ante sus pupilas. Sintió miedo, y sorprendido, se dio cuenta que por primera vez en la vida había sentido aquella sensación. Miró la brújula que llevaba en las manos, la aguja giraba como una hélice marcando cualquier dirección. El ocaso llegó pronto. El mar como un monstruo submarino comenzó a devorar el sol y el crepúsculo se instaló pintando los cúmulos color ceniza.
-  Ahora te das cuenta de mi poder, simple mortal.- enfatizó el cronida con su voz gutural como salida de las entrañas del océano.
-  Para qué me quieres, Poseidón.- contestó el almirante.
-  Los hombres ya no me veneran como antes. Me han olvidado, a mí. Se han olvidado que yo soy ¡el dueño y señor de estos mares! ¡Insolentes!.- enfatizó Poseidón golpeando su plateado tridente sobre las aguas.
-  Pero, eso en que me incumbe a mí, Poseidón.- preguntó el almirante.
El divino dios de los mares, de excelsa cabellera, sonrió sarcásticamente. El almirante lo observó con sus ojos plagados de estupor. El hipocampo bellísimo, de crines de plata, permanecía silente, alterando con su mutismo a las miles de especies marinas que impávidas observaban sus enormes escamas como ostras impregnadas a su cuerpo.
-  Vaya, vaya, gran almirante.- farfulló Poseidón- Es que acaso usted desconoce el legado que se cierne bajo sus aposentos.
El almirante miró contrariado al omnipotente dios. En efecto, parecía no comprender la intención sibilina de sus palabras. Su mente se precipitó, extraña e inusitada, a los recuerdos gratos de su vida. Recordó entonces, la solemne efigie de su padre, don Juan Manuel Grau, enseñándole por primera vez a su mirada de infante el extenso mar que llevaría su nombre. Sintió por primera vez el fulgor de los suspiros del sol tostar su piel. Añoró las caricias de su madre – la mamá María como él le llamaba- sus lágrimas como gemas recorriendo sus pómulos. De pronto el cielo se comenzó a teñir con el color del aluminio añejo. El tiempo rejuveneció efímeramente y las brisas dejaron de ser brisas, para convertirse en ventarrones.
-  Os propongo un trato, gran almirante.- sentenció el dios.
-  De qué se trata, Poseidón.- indagó el almirante con una notoria intriga.
-  Arrodillad ante mí tu ilustre figura, ínclito caballero, y así, mis infinitos vástagos rememorarán la grandeza de mi poder y verán que no eres más que un simple mortal.- afirmó el cronida.
-  No comprendo la intención de tus palabras, hijo de cronos,- contestó Grau ofendido.- pero jamás haré lo que me pides.
-  Esperad un momento gran almirante.- sentenció el dios.- aún no te he dicho la segunda parte del trato.
-  Pero…- balbuceó el almirante aturdido.
-  Si tú te dignas a cumplir el trato, gran almirante, os haré inmortal por la eternidad.- afirmó el divino hijo de Rea.- “Serás héroe…héroe y caballero”.
-  Agradezco tu beneplácito, divino Poseidón,- atinó a decir el almirante.- “pero si todos los héroes han de ser como yo, declaro que no haya héroes en el mundo”.
-  ¡Insolente!.- exclamó Poseidón haciendo embravecer aún más las aguas con su grito desencadenado.- Has rehusado a mi beneplácito. Entonces, el mismo mar que ha de llevar tu nombre ha de ser tu tumba.
La conciencia del almirante se colmó de un deja-vu de recuerdos. Caminó hacia su alcázar, y vio como sus paredes metálicas se manchaban con los recuerdos de su vida.
La figura de Dolores, o Lolita, aquella amante perfecta, aquella amiga, aquella madre, aquella mujer, cancerbera de sus más íntimos deseos, creadora de sus más sublimes emociones.
No logró comprender el significado de sus recuerdos. Poco a poco la pared metálica del alcázar se fue copando de fugaces imágenes. Recordó también, la heroica muerte del teniente Prat, los retratos de su familia dispersos en la cubierta de su corbeta, su reluciente espada, intacta y desenvainada. El grandioso capitán Elías Aguirre, también fue parte de sus recuerdos. Su enorme bigote, sus ojos pensativos, su sonrisa a media asta. De pronto, en el recóndito lugarcito que aún no se cubría en la pared del alcázar; Grau, el almirante Miguel Grau, vio en sus recuerdos al “Cochrane” acercarse lentamente dispuesto a dar el espolonazo.
Fue entonces, cuando el divino dios de grebas blanquecinas, hizo relinchar a su hipocampo golpeándolo con las enormes y gruesas sogas de esparto, y empuñando su plateado tridente apuntó hacia el monitor del almirante. Del nuboso cielo color aluminio ondeó un rayo como un fuego de San Telmo, y combinándose entonces el espectro fotoeléctrico con el  metálico tridente, volase de un solo rayo el alcázar donde soberano, el gran almirante divagaba en sus recuerdos.
Mientras su estoica silueta se hundía en las aguas que llevarían su nombre, su mirada, incólume y nubosa, presenció el éxodo bamboleante de una medusa, tan blanca como las espumas de las olas, y vio como aquella medusa abrazaba con sus miles de tentáculos a una enorme coral, tan roja como su propia sangre que fluía a borbotones. Fue allí entonces, en ese preciso momento, cuando su subconsciente, que se esfumaba ya por la fugacidad de la vida, le regaló aquella hermosa y última imagen.