Una mañana de hace poco más de cien años, en un tiempo en el que aún recuerdo con claridad, el almirante Miguel Grau, caballero y héroe, tuvo un sueño.
Soñó que se encontraba caminando por la cubierta de un barco inmenso, con pisos de cedro relucientes, con enormes velas de un lino impecable, con sogas de esparto sujetando sus enormes torres blindadas y de un mástil gigantesco donde soberana en su cima los vientos alisios flameaban una bandera difuminando en el vacio sus dos indelebles matices.
Se dio cuenta entonces que estaba solo, navegando sin rumbo en esa colosal bóveda celeste que él había conocido y amado ya desde sus primeros pasos. Se observó completamente, desde la punta de acero de sus botas nigérrimas hasta los galones de hilos dorados que tenía sobre los hombros. Se tocó el rostro con extrañeza pasando suavemente sus fuertes y reacios dedos sobre la inmensa barba que se cerraba sobre sus labios como si fuese un candado.
Nadie navega estos mares mejor que yo, se dijo Miguel, es hora de empezar la travesía.
Fue en ese momento entonces, cuando viró a estribor, sacó una pequeña brújula de su bolsillo y vio que la aguja imantada apuntaba hacia el norte. El majestuoso barco de blindajes de acero comenzó a dejar estelas infinitas a su paso. Decenas de pequeñas islas reverenciaban su camino marcial. Miles de especies marinas lo veneraban. Un harem de delfines exaltaba su vista danzando como odaliscas y brincando como saltimbanquis. Un sinfín de tentáculos limpiaban el reluciente casco broncíneo de su monitor sacando los abrojos y las rémoras.
De pronto, las espesas aguas del litoral comenzaron a embravecerse generando mareas incontenibles e indómitas que mecían de un lado a otro el alcázar en donde como un tótem omnipotente la figura del almirante Grau observaba aquel espectáculo, indiferente e incólume.
En aquel momento elevose de las profundidades del océano un enorme carruaje dorado tirado por un bellísimo hipocampo de crines de plata y una larguísima cola de sirena que serpenteaba en las aguas como un látigo. Su vistosa silla que llevaba sobre el pecho estaba sujeta de fortísimas sogas de esparto y cubierta de verdosas algas que desprendían un olor a madreselvas. Augusto y divino, con un enorme tridente de un plateado destellante sobre sus manos de gigante, se erigía en el centro del carruaje con su torso desnudo y su exótica barba, el mismísimo Poseidón.
El almirante Grau lo miró anonadado, con una cierta admiración que se le notaba en los ojos. Al ver que aquel carruaje dorado le impedía el paso a su monitor, el almirante salió de su portentoso alcázar, camino hacia la popa y mirando al ser divino con cierto aire de insolencia, le dijo:
- Quién eres tú para atreverte a impedir mi paso.- pregunto el almirante.
- Oh simple mortal, os pido por favor, reverenciar su presencia ante mi.- respondió el divino Poseidón dirigiéndole su aterradora mirada.
El almirante, desconocedor de la personalidad y el poder de aquel ser de extensas grebas blanquecinas, le exhorto a que se presentara.
- Ya que no me dejas continuar mi viaje, dime ¿cómo has de llamarte?- le dijo.
- Acaso no me conocéis simple mortal.- asintió a decirle el cronida.- Soy el divino Poseidón, hijo del gran Cronos, y dios de todos los océanos.
Fue entonces cuando Grau se dio cuenta del poder divino que se personificaba ante sus pupilas. Sintió miedo, y sorprendido, se dio cuenta que por primera vez en la vida había sentido aquella sensación. Miró la brújula que llevaba en las manos, la aguja giraba como una hélice marcando cualquier dirección. El ocaso llegó pronto. El mar como un monstruo submarino comenzó a devorar el sol y el crepúsculo se instaló pintando los cúmulos color ceniza.
- Ahora te das cuenta de mi poder, simple mortal.- enfatizó el cronida con su voz gutural como salida de las entrañas del océano.
- Para qué me quieres, Poseidón.- contestó el almirante.
- Los hombres ya no me veneran como antes. Me han olvidado, a mí. Se han olvidado que yo soy ¡el dueño y señor de estos mares! ¡Insolentes!.- enfatizó Poseidón golpeando su plateado tridente sobre las aguas.
- Pero, eso en que me incumbe a mí, Poseidón.- preguntó el almirante.
El divino dios de los mares, de excelsa cabellera, sonrió sarcásticamente. El almirante lo observó con sus ojos plagados de estupor. El hipocampo bellísimo, de crines de plata, permanecía silente, alterando con su mutismo a las miles de especies marinas que impávidas observaban sus enormes escamas como ostras impregnadas a su cuerpo.
- Vaya, vaya, gran almirante.- farfulló Poseidón- Es que acaso usted desconoce el legado que se cierne bajo sus aposentos.
El almirante miró contrariado al omnipotente dios. En efecto, parecía no comprender la intención sibilina de sus palabras. Su mente se precipitó, extraña e inusitada, a los recuerdos gratos de su vida. Recordó entonces, la solemne efigie de su padre, don Juan Manuel Grau, enseñándole por primera vez a su mirada de infante el extenso mar que llevaría su nombre. Sintió por primera vez el fulgor de los suspiros del sol tostar su piel. Añoró las caricias de su madre – la mamá María como él le llamaba- sus lágrimas como gemas recorriendo sus pómulos. De pronto el cielo se comenzó a teñir con el color del aluminio añejo. El tiempo rejuveneció efímeramente y las brisas dejaron de ser brisas, para convertirse en ventarrones.
- Os propongo un trato, gran almirante.- sentenció el dios.
- De qué se trata, Poseidón.- indagó el almirante con una notoria intriga.
- Arrodillad ante mí tu ilustre figura, ínclito caballero, y así, mis infinitos vástagos rememorarán la grandeza de mi poder y verán que no eres más que un simple mortal.- afirmó el cronida.
- No comprendo la intención de tus palabras, hijo de cronos,- contestó Grau ofendido.- pero jamás haré lo que me pides.
- Esperad un momento gran almirante.- sentenció el dios.- aún no te he dicho la segunda parte del trato.
- Pero…- balbuceó el almirante aturdido.
- Si tú te dignas a cumplir el trato, gran almirante, os haré inmortal por la eternidad.- afirmó el divino hijo de Rea.- “Serás héroe…héroe y caballero”.
- Agradezco tu beneplácito, divino Poseidón,- atinó a decir el almirante.- “pero si todos los héroes han de ser como yo, declaro que no haya héroes en el mundo”.
- ¡Insolente!.- exclamó Poseidón haciendo embravecer aún más las aguas con su grito desencadenado.- Has rehusado a mi beneplácito. Entonces, el mismo mar que ha de llevar tu nombre ha de ser tu tumba.
La conciencia del almirante se colmó de un deja-vu de recuerdos. Caminó hacia su alcázar, y vio como sus paredes metálicas se manchaban con los recuerdos de su vida.
La figura de Dolores, o Lolita, aquella amante perfecta, aquella amiga, aquella madre, aquella mujer, cancerbera de sus más íntimos deseos, creadora de sus más sublimes emociones.
No logró comprender el significado de sus recuerdos. Poco a poco la pared metálica del alcázar se fue copando de fugaces imágenes. Recordó también, la heroica muerte del teniente Prat, los retratos de su familia dispersos en la cubierta de su corbeta, su reluciente espada, intacta y desenvainada. El grandioso capitán Elías Aguirre, también fue parte de sus recuerdos. Su enorme bigote, sus ojos pensativos, su sonrisa a media asta. De pronto, en el recóndito lugarcito que aún no se cubría en la pared del alcázar; Grau, el almirante Miguel Grau, vio en sus recuerdos al “Cochrane” acercarse lentamente dispuesto a dar el espolonazo.
Fue entonces, cuando el divino dios de grebas blanquecinas, hizo relinchar a su hipocampo golpeándolo con las enormes y gruesas sogas de esparto, y empuñando su plateado tridente apuntó hacia el monitor del almirante. Del nuboso cielo color aluminio ondeó un rayo como un fuego de San Telmo, y combinándose entonces el espectro fotoeléctrico con el metálico tridente, volase de un solo rayo el alcázar donde soberano, el gran almirante divagaba en sus recuerdos.
Mientras su estoica silueta se hundía en las aguas que llevarían su nombre, su mirada, incólume y nubosa, presenció el éxodo bamboleante de una medusa, tan blanca como las espumas de las olas, y vio como aquella medusa abrazaba con sus miles de tentáculos a una enorme coral, tan roja como su propia sangre que fluía a borbotones. Fue allí entonces, en ese preciso momento, cuando su subconsciente, que se esfumaba ya por la fugacidad de la vida, le regaló aquella hermosa y última imagen.