viernes, 23 de agosto de 2013

Aquel libro


Relato




Un día, hace más de diez años, Cecilia, mi madre, me regalo un libro. Me dijo que se lo había obsequiado la señora donde ella trabajaba lo contemple de una manera extraña, sin prestarle importancia. Estaba viejo y algo terroso. Tenía una portada de color naranja y sus hojas estaban ligeramente amarillas. Al reverso tenía la imagen de un señor fumando un cigarrillo. Trate de buscar entre sus hojas algún dibujo que llamara mi atención, y después de deshojarlo, descubrí que estaba colmado de pequeñas letras que apenas podía observar lo seguí mirando, y cuando me di cuenta, que no podía jugar con él, lo guarde en el cajón de mi mesa de noche y lo deje dormir la larga siesta de los olvidados. Tenía apenas seis años.

Años más tarde, en el verano de 1999, por aquellas casualidades de la vida- que tal vez sean artimañas del destino-, encontré en el cajoncito de la mesa de noche, ya carcomida por las polillas y desterrada al perpetuo rincón del olvido, amontonado junto a otras cosas ya inservibles, el libro que me había regalado mi madre.

Estaba más viejo y terroso que antes apolillado y ambarino. Entristecido por el paso del tiempo, callado y ciego. Lo tome entre mis manos, lo desempolvé y leí por primera vez las letras negras de la portada


La Palabra del Mudo
Julio Ramón Ribeyro

Le pregunte a mi mamá si los mudos podían hablar. “Como van a hablar, Héctor, no me hagas reír”. Le enseñe lo que decía el libro, y ella me dijo que lo leyera, que tal vez así podría entender lo que significaba. Esa curiosidad, propia de los últimos años de la niñez, me empujó a leer el libro. Deje el trompo y las bolinchas de lado por un momento, y me enfrasque en una lucha sin tregua, ante aquel objeto, que me escondía, sin siquiera imaginarlo, un mundo lleno de fantasías, de ilusiones, de demencias, de ficciones, de soledades, de gallinazos sin plumas, de Silvios, de botellas de chicha. Un mundo de Quecas y de alienaciones.

Aquel libro fue el comienzo de un amor insaciable, de quimeras eternas, de orgasmos incomprendidos, de noche de desvelo, de ocasos embusteros, de mentiras por doquier, de vidas inventadas, de pasiones incitadas por un no sé qué.

Ahora que lo tengo entre mis manos nuevamente, y que lo miro con una nostalgia única, le agradezco, y sé que él simula escucharme. Ya no está solo, ya no está olvidado porque desde aquel día, hace ya más de diez años, se unió conmigo, con mis recuerdos, con mis palabras. Le agradezco porque me permitió soñar, destruir la carcoma del tiempo, llegar a lugares que nunca he visitado e imaginar cientos de rostros que jamás he conocido. Le agradezco porque sin él no hubiese conocido la literatura, y ella, celosa e incomprendida, como siempre, no me hubiese permitido conocer a Ulises y a su increíble ingenio, al demente e idealista don Quijote, ni siquiera a la bella y lujuriosa Madamme Bovary.

Porque gracias a ella, pude conocer a la inocente Nela, ciega y fea, al obstinado y orgulloso Aureliano Buendía, a la pragmática y frívola niña mala, y al obsesivo y celoso Juan Pablo Castel.

Porque aquella es la literatura, un constante mentir, una suplantación de la realidad, un golpe que derriba las fronteras de la ignorancia, que tumba dictaduras, que colonializa ideologías, a la que no le importan las clases sociales, porque en ella el pobre es el rico y el rico es el pobre, a la que no le importa si el lector cree en Cristo, Buda o Alá; si viste corbata, andrajos o kimono.

Aún recuerdo ese verano, en el que Enrique y Efraín, sucios y descalzos, caminando con sus cubos repletos de desperdicios, me invitaron a conocer un mundo fascinante.