El día que
asesinaron a Pierina
Crónica
El resquicio de la puerta dejaba
entrar los primeros rayos del alba.
El eterno cielo color ceniza,
taciturno y monótono. El barrendero a punto de terminar su faena. La espesa
niebla limeña que impide ver los objetos. La ciudad, aún sonámbula, se levanta
en puntillas. Las personas como fantasmas. El caminar lerdo de los noctámbulos
cargando su tristeza. El canillita de la esquina tiritándose de frío. Así se
dibujaba la hora azul el día de aquel asesinato.
El silencio perturbado. Gritos. El
sonido sordo de la puerta al cerrarse. Pasos. El ruido de los tacones marcando
cada segundo. El sueño que se interrumpe tras el umbral de la calma. Sus ojos.
Sus manos, sus largas, larguísimas uñas de arpía. Nuevamente esos ojos. Esos
malditos ojos que auguran la muerte.
Lunes. Noviembre catorce. Su
inocente cuerpo desnudo. Los golpes que amoratan su piel canela. Su mirada
perdida, resignada. Lágrimas que recorren sus mejillas rojizas, heridas por
esas manos que jamás la acariciaron. Sus gemidos, palabras vanas buscando algún
motivo. Los escasos recuerdos sucediéndose uno a uno. El agua que golpea las
baldosas y penetra por su cuerpo, enclenque y huesudo. Fría. Friísima. Sus
manos heridas tocando sus ridículos cabellos que se erigen como púas robándole
su femineidad. La atmósfera que fluye por el tragaluz. El castañeo de sus
dientes, interminable. Los gritos, nuevamente esos gritos. Sus ojos, iracundos
y abominables, los mismos que presenciaron su primer llanto.
Si madre se acercó a ella,
despiadada, como posesa por un demonio. Ella, seguía desnuda, acurrucada en el
rincón del baño, temblando de frío. Traía consigo un palo de madera. Su cuerpo
indefenso impidió que se moviera. Su llanto interminable. La sangre corre por
su cándido sexo. La inocencia que perece, falsaria. Un finísimo hilo de sangre
recorre la habitación. El reloj que marca las siete de la mañana. La agonía de
la muerte que se niega acabar.
A pesar de todo le decía mamá. Le
pedía perdón, perdón por haberse portado mal. Ajenos al calvario de la muerte,
dormían sus otros dos hijos. Isabel entró al cuarto, y entre los cajones de la
mesa de noche halló una aguja y un ovillo de hilo negro. Regresó al baño, donde
aún se escuchaban los lamentos. Varias voces retumbaron en su mente, cegándola
e incitándola.
Pierina tenía los labios azules,
ensangrentados. La punta de la aguja en cada hincar desgarraba si boca,
acabando con sus gritos, llevándose consigo su incontenible sonrisa. La puntada
que atraviesa su corazón. Nuevamente los recuerdos, aquellos gratos recuerdos
de la infancia, aquel corto tiempo de sonrisas, de abrazos ajenos a los de su
madre. La muerte, piadosa, le regala los últimos recuerdos, efímeros. El hilo
negro que atrapa su sonrisa. La mañana transcurre con su gris perpetuo. El
reloj que no detiene su paso. La muerte que no llega y alarga la agonía.
Los golpes cesan. Pierina reposa su
cuerpo desnudo, húmedo, frío, ensangrentado. Una pequeña colchoneta parece ser
su cama, su tumba, su descanso. El sonido de la puerta al cerrarse. El silencio
como una espiral recorre la habitación. Una última lágrima surca su mejilla. La
vida que suplica morir, la muerte que al fin se apiada.
La misma tarde del asesinato,
Isabel saco el cuerpo envuelto en una sábana. Una supuesta cómplice la
acompañó, y juntas detuvieron un auto Station Vagon a las afueras del
departamento. Minutos después, regresó con el cuerpo. La tarde, el cielo
siempre gris, esta vez más oscuro. La avenida universitaria con su peculiar
bullicio vespertino.
Ya en la noche, peritos de criminalística
acuden al lugar del filicidio. Observan el cadáver, rígido y cárdeno. Lo miran
con ojos de asombro, de terror. Miran sus labios cosidos, su sexo desgarrado,
su cabeza rapada. Recogen un palo de escoba en la escena del crimen u lo
introducen en una bolsa. Hacen lo mismo con el cuerpo. Isabel parece llorar,
parece mentir, parece haber recobrado la cordura. Una bolsa negra es llevada
por los efectivos de la policía, bajan las escaleras lentamente. Salen a la
calle, los vecinos se amontonan, encienden sus ojos curiosos. El cuerpo es
dejado en la olla de la camioneta. Luces verdes y rojas giran como hélices y
golpean la avenida.
El obnubilado cielo sanmiguelino va
despidiendo el día. Las meretrices se adueñan de la noche. El semáforo de la
esquina viboreando: rojo. Un borracho recorre la calle. La ciudad parece
dormir. La hora siniestra comienza a dar sus primeros pasos.