miércoles, 12 de diciembre de 2012


LA CIUDAD DE LOS ESPEJOS



Y hubo un pueblo una vez tan hermoso como el propio Edén. Rodeado por una enorme ciénaga, casi impenetrable, habitada por hermosas sirenas de piel rosada y canto lastimero. Donde las casas estaban hechas de paredes de espejo, y las cosas se señalaban con los dedos pues no tenían aún nombre propio. Donde vivía un orate idealista perpetuador de su nombre, hacedor de una estirpe sin gloria, fundador de un mundo condenado a la destrucción y al exterminio de su especie. Ese mundo albergo alguna vez a un harapiento gitano, dueño de mil inventos, conocedor de mil lenguas, autor de unos pergaminos indescifrables que traerían consigo una maldición apocalíptica. Allí vivió también, un obstinado y orgulloso coronel, combatiente de 32 guerras, dueño de mil hembras, con vástagos por doquier, que moriría años más tarde sin alguna explicación llevándose consigo la irremediable soledad de su existencia. Tiempo después, viviría allí, la mujer más hermosa del mundo; de cabellos verdes, de un olor inconfundible y desesperante, azote de los hombres, bañada de inocencia y virtud; que ascendería a los cielos con su magnífica desnudez huyendo de un mundo tan ajeno como ella. En las postrimerías de la existencia de aquel pueblo impensado, nacería el personaje más sabio de la estirpe, encerrado en su propio mundo, privilegiado con el conocimiento del amor, destinado a predecir los pergaminos del harapiento gitano y enamorarse de su tía. Como único testigo del amor, y cumpliéndose el presagio ya sabido desde los inicios, nacería aquel niño con cola de cerdo, y tal y como lo escribió aquel gitano; el niño fue devorado poco a poco por todas las hormigas del mundo; y el pueblo de los espejos fue desaparecido de la faz de la tierra y borrado de la memoria de los hombres, “pues las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.